PRINCESA MALTRATADA


Había una vez una princesa que vivía en un castillo grande, antiguo pero alegre. El sol entraba a raudales por todas las ventanas. Su habitación era su mundo y estaba llena de cosas maravillosas, de regalos que le hacían sus seres queridos. Tenía muchos regalos porque era una muchacha adorable, bella, siempre riendo, con una sonrisa contagiosa, dulce, traviesa. Le gustaban las muñecas y tenía muchas, sobre la cama, en las paredes, en los muebles. Muñecas a las que cada día cuidaba, vestía, limpiaba, besaba y quería.

La princesa iba siempre primorosamente arreglada. Jamás faltó una corona en su cabeza ni carmín en sus labios ni laca en sus uñas ni joyas que la adornaran, aunque no las necesitaba puesto que su principal adorno eran sus ojos y son sonrisa. Esos ojos achinados, azules, pequeños. Esos labios que dibujaban permanentemente una sonrisa en su boca pequeña, en forma de corazón.

Y un día la princesa se enamoró de un joven que trabajaba en el castillo y desde ese día lo convirtió en su príncipe. Cada mañana se levantaba con su nombre en los labios, con su amor en la mirada. Y cantaba y se arreglaba y se cuidaba, todo por él y para él. Y se sintió correspondida y en cada gesto de él adivinaba una intencionalidad romántica. Sentía que él vivía para ella, que la amaba en silencio sin atreverse a confesarlo por miedo al rechazo. Se sabía admirada, amada, pretendida. Y a sus más íntimos amigos les confesaba aquel amor secreto, furtivo, que la embargaba y sumía en una dicha permanente.

Ayer tarde visité a la princesa en su castillo y no la encontré. La busqué por las estancias, por los interminables pasillos, por los jardines. Pregunté por ella a los sirvientes y no supieron darme seña de ella pero seguí buscando y la hallé. Estaba oculta, no quería ver a nadie ni ser vista. Tenía la cara sumida en llanto, demacrada, hinchada. Me senté junto a ella y la abracé y las lágrimas salieron como un torrente incontrolable, se desbordaron, se desbocaron, hasta salirse de su cauce e inundarlo todo. Lloró conmigo y yo con ella, hasta que no quedaron más lágrimas ni gemidos en su cuerpo.

Era el primer día que la vi sin su corona, sin sus joyas, sin uno de sus maravillosos vestidos. Me contó que su príncipe resultó ser una rana sin necesidad de besarlo. O peor que una rana, resultó ser una rata, un animal infecto, inmundo. "Gilipichis", dijo ella, utilizando la palabra más dura y soez que conoce, princesa de exquisitos modales. "Gilipollas, hijo de puta", exclamé yo, asustándola primero con mi enfado y despertando después en ella un tímida risa ante mi vocabulario desbocado.

Su príncipe sin corona resultó ser un maltratador, un villano violento, como tantos que circulan por el mundo, con total impunidad, hiriendo a mujeres entregadas, enamoradas. Un siervo al que ella elevó a la categoría de príncipe y al que entregó su dedicación y sus pensamientos y que abusó de esa adoración, devolviéndole a ella un empujón que la hizo caer al suelo y en la caída sus ilusiones saltaron por los aires, hechas pedazos. Y la princesa se levantó del suelo, sin su corona, convertida en una mujer herida, humillada, ya no más princesa. Ya sólo mujer maltratada. Otra más.

La abracé de nuevo, lavé su cara y la acompañé a sus aposentos. Busqué en su joyero y elegí la corona más brillante y se la acomodé sobre el pelo. Le pinté los labios de rojo y le puse sus anillos en los dedos.
 "No era un príncipe, en realidad, era sólo un siervo que no te merecía", le dije. "Y las princesas no lloran por los siervos. Tu príncipe está de camino, pero viene a caballo y por eso tarda. Cuando llegue, debe encontrarte bella y sonriente, para enamorarse nada más verte".

La princesa de este cuento tiene 60 años, se llama Sarita y tiene síndrome de down. Su castillo es la residencia en la que vive y el siervo -hijodeputa- es uno de los empleados de la residencia. Un maltratador al que he denunciado en alguna ocasión y que sigue impunemente causando dolor, con la anuencia de los gerentes del centro.






Lagartija
Lagartija

Políticamente incorrecta. Lic. en Filosofía y CC. de la Educación. Profesora. Psicóloga. También escribo en infohispania.es

4 comentarios:

  1. Maldito indeseable... ¿Y no hacen caso los gerentes? Tal vez haya que denunciarlos a ellos.

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  2. Nadie hace nada, ni los gerentes ni los responsables políticos, ya que se trata de una residencia pública, de la administración provincial. Cartas de denuncias que no sirven para nada. La única salida, hacer justicia uno mismo. Como en tantos asuntos, los débiles siempre pierden y los violentos ganan, al amparo de las instituciones. En el pasado un caso similar se saldó con 15 días de empleo y sueldo. Te parece justo? Sale tan barato hacer daño en España!
    A este tipo le tengo ganas y le he amenazado. Ahora sólo falta que me denuncie a mí!

    Un beso

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    1. Lagartija,

      · "Cualquier día mato. Aviso.", con estas palabras concluyes tu exquisito, cuidado, sentido y emocionante relato, pero a la vez preocupante, terrible, traumático y sádico.

      · El caso de Sarita es una caso más de abuso y de impunidad. Yo, en tu lugar, me convirtiría en una mosca cojonera del "príncipe-rana" y no cejaría hasta que mordiese el polvo del castigo que se merece. Abusar de la coinfianza de otra persona es muy grave. Ahora bien, abusar de la confianza de un disminuído no puede tener perdón y debe tener un castigo.

      · El funcionamiento de la Administración y de la Administración de la Justicia es tan lento y tan injusto que están abocando a los ciudadnos de bien a tomarse la justicia por su mano. Cuando esto suceda y se multipliquen los casos, la impresentable casta política que prostituye todo lo que toca saldrá de su torre de márfil para complicar aún más las cosas.

      Un cordial saludo para ti y un abrazo para Sarita,

      Manuel I.

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  3. Querido Manuel, comparto todo lo que expones. Mi experiencia en este caso me dice que la única salida posible es tomarse la justicia uno mismo. Hay impunidad absoluta ya que la única respuesta por parte de los gerentes es mirar hacia otro lado, tapar lo que ocurre, evitar escándalos. Y lo hacen descalificando al que denuncia, para no tener que reconocer su parte de responsabilidad. Y cuanto más arriba voy, peor. Son todos iguales, políticos que sólo buscan perpetuarse en un sillón. El problema es que es una residencia pública, y los responsables pertenecen a la casta. Quizás si fuera privada, otro gallo cantaría. Quizás no, estoy segura.

    Un abrazo, amigo

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