Esmeraldas. Historias de un ascensor

by Pascal Campion


Cada día ansiaba que llegara el momento de cruzarse de nuevo con ella. Hacía un par de años que llegó al edificio, y a veces coincidían entrando o saliendo. Podía considerar que había sido un buen día si el destino los había juntado en el breve espacio del ascensor. Trataba de conocer las rutinas de la bella vecina para provocar las coincidencias, pero ella parecía no tener horarios definidos que le dieran a él pistas acerca de los momentos de salida o de llegada a casa. 

Se estremece cuando rememora la alegría que siente cuando ambos llegan al mismo tiempo, por casualidad, y entran juntos al ascensor. Es su tiempo, su espacio. Ignora si esa situación significa algo para ella, pero para él se ha convertido en una situación especial. 

Agradece el exiguo tamaño del recinto, y los espejos que le permiten mirarla sin resultar descortés. Su piel blanca, su pelo largo, el perfume a naranjo con bergamota... Le atrae especialmente la sencillez y naturalidad de esa mujer de la que desconoce el nombre y con la que no intercambia más que los saludos rutinarios y al hacerlo, sus miradas se encuentran para desaparecer después en el infinito espacio del espejo. 


Esta mañana la vio salir del portal, apenas unos metros delante de él. Un veraniego vestido verde de gasa permitía adivinar el contorno de su cuerpo y unas sencillas sandalias romanas se enlazaban a sus pantorrillas, subiendo las tiras de piel enrolladas a sus piernas... No pudo evitar estremecerse, como le ocurría siempre, y deseó con todas fuerzas coincidir con ella esa noche en el ascensor. Y ocurrió, pero no fue algo casual. Él estuvo durante horas merodeando la calle hasta que la vio aparecer y entrar en el edificio. Con una breve carrera logró entrar poco después de que ella lo hiciera y la saludó cuando entró al ascensor, y sonrió para sus adentros al darse cuenta de que ella ralentizó su marcha, esperándole. ¿Significaría algo? Una vez pulsado el botón del piso de ella, que el bendito azar logró que fuera también el de él, ambos intercambiaron la sonrisa de rigor, y dirigieron las miradas al espejo de enfrente, donde sus ojos luchaban por no encontrarse, por más que lo desearan. 

Su mano rozó sin querer la gasa del vestido verde y rápidamente la retiró, disculpándose. Ella le miró, tímida pero sonriente. Pudo apreciar los delicados pendientes que hacían juego con su vestido y con sus ojos. Verdes como el mar de coral, como los tréboles de la suerte, como los campos en primavera. Como las esmeraldas. 

Y así un día tras otro día y un año más. En cada encuentro era más el tiempo que las miradas de ambos se detenían en ese punto de fuga del espejo. Cada día era más la cercanía en el diminuto espacio del ascensor cómplice. En ocasiones, un suspiro escapaba del pecho que él adoraba, y notaba las formas de ella subir y descender y se sentía turbado cuando ello ocurría. 

Sabía que algo debía hacer, pero era incapaz de atreverse. Un día, no supo si fue el calor, el bendito vestido de gasa verde, el aroma a naranjo de su perfume, o el tiempo, que empezaba a apremiarle, a gritarle, y resultaba incluso hiriente. Ese día tuvo un impulso y supo que no iba a parar hasta materializar su propósito.

Llegó la noche definitiva, la esperó hasta provocar un nuevo encuentro "casual" y entró tras ella en el ascensor. Tras pulsar el botón que iniciaba el lento recorrido, extrajo una cajita del bolsillo de su chaqueta. La muchacha, extrañada por lo inusual de la situación, dirigió su mirada hacia él. Al ver que le mostraba lo que tenía entre manos, en silencio ambos, miraron la cajita, que al abrirse, mostró un anillo de pedida a juego con los pendientes de esmeraldas que ella lucía.




Lagartija
Lagartija

Políticamente incorrecta. Lic. en Filosofía y CC. de la Educación. Profesora. Psicóloga. También escribo en infohispania.es

2 comentarios:

  1. Tienes una magnífica pluma, (teclado), Lagartija. No dejes de escribir nunca

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    1. Muchas gracias, querido Enrique. Tus palabras son un regalo. Un beso

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