Fermina avanza feliz por el pasillo y se dirige a su habitación, todo lo rápido que le permiten sus 92 años y su andador. Al pasar junto a Adela, debe esquivarla para que no le haga la zancadilla, como habitúa a hacer cada vez que Fermina para por delante de ella. Pero Fermina ha aprendido a evitar los ataques de sus compañeros de residencia, a quienes cae mal porque la ven como una amenaza cuando deambula con su andador por los pasillos de la residencia, con aire sospechoso.
Cada tarde, esta mujer de cuerpo enjuto ya por la edad, pequeña, malhumorada, inicia su paseo vespertino por las distintas salas, arrastrando su andador del que pende una desgastado bolso de piel marrón. Al inicio del paseo el bolso está vacío pero apenas una hora más tarde Fermina lo habrá llenado de tesoros, de sueños. Sueños que adornarán su habitación, la repisa de la ventana, su mesita de noche, entre los envases de espesante, los de agua gelificada y los de las medicinas diarias.
Los sueños de Fermina tienen rostros corrientes aunque cuerpos desconocidos pero ella les dota rápidamente de nombre, parentesco y vida propia. "Esta es mi mamá, Dolores", "esta, mi hermana, aquel mi primo". "Mis hijitos, Daniel y Cristina, cuando eran pequeños. Ahora son mayores, están casados. Daniel es militar, Cristina maestra". Cada noche besa a sus "familiares", les habla, y se duerme mirando sus rostros en esas fotografías cada día más manoseadas. Y cada noche, el personal de la residencia recoge los marcos con las fotos y los devuelve a las habitaciones de las que Fermina los ha sustraído, retornándolos a sus propietarios, que en algunos casos ya los echaban de menos. Tomás detecta enseguida que Fermina ha entrado en su habitación y se ha llevado a su difunta esposa, que Fermina confunde con su mamá Dolores. A Tomás no le hacen ninguna gracia estos pequeños robos y se las tiene juradas "puta mujer, algún día la voy a empujar con el andador por las escaleras..."
Fermina no tiene familia. Vivía sola, hasta que los vecinos se vieron obligados a poner en conocimiento de los servicios sociales que su vecina, con una demencia cada vez más evidente, deambulaba desorientada por el barrio e intentaba acceder a todas las casas, confundiendo a sus moradores con los familiares que no tenía.
En los dos años que lleva en la residencia no ha entablado relación con nadie, tan sólo con sus propios fantasmas, a los que habla y por quienes se siente cuidada y acompañada. "Menos mal que mi hermana Luisa me hace compañía, porque si fuera por toda esta gente, me moriría de asco, son unos panolis insoportables, van a lo suyo y me miran por encima del hombro. Envidia, eso es lo que me tienen, porque ellos están solos y yo tengo muchos familiares que me cuidan y me quieren."
Cada mañana, al levantarse, comprueba con desazón que la habitación está vacía y tras el desayuno cuelga su bolso marrón de la manilla derecha del andador y comienza su paseo. Espera a que Tomás se dirija al gimnasio a su sesión de rehabilitación y entra su dormitorio para rescatar a su mamá Dolores, cuya fotografía deposita cuidadosamente en su bolso. Más tarde su hermana Luisa, de la habitación de quien dice ser su madre, o sus hijos, del cuarto de alguien que se empeña en que son sus hermanos.
Todos ellos, fantasmas, tesoros en el bolso de los sentimientos de Fermina, pasarán el día en la habitación de esta mujer de mente perdida, para volver por la noche con sus familiares reales. Madre, hermana, hijos prestados...que no imaginan con cuánto amor les venera a diario una mujer desconocida a la que acompañan, consuelan y cuidan sin saberlo.
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