El camino estaba siendo especialmente duro aquel día. El agua caía torrencialmente por la ladera de la montaña y amenazaba con anegar la carretera. La nieve acumulada en la ladera la convertía en una pista por la que rodaban, atronadoras, millones de gotas de agua, que arrastraban, en su caída, piedras y matojos. El limpiaparabrisas trabajaba a destajo para que la visibilidad no quedara cegada en aquel coche que transitaba pesaroso hacia su destino. Lloraba la tarde y lloraba ella.
Al concluir la primera etapa del camino y dejar atrás un puerto escarpado y peligroso, de repente se hizo de noche. Lluvia, nieve, frío, niebla y de repente la noche. La soledad y el silencio. Los pensamientos. El dolor. El miedo. Hubiera querido viajar en dirección contraria. Hacia el Este se llega al mar...
Dos horas y varias montañas más tarde, aparcó el vehículo. Entró, saludó, se descalzó y llegó a la cocina, donde puso la cafetera. Allí de pie, esperó absorta, agotada, al reconfortante líquido. Sirvió una taza, preparó la bandeja, la servilleta, la cucharilla, el azúcar. Depositó la bandeja ante él, sentado en el sofá, ante el televisor. Respondió "bien" a la pregunta de él acerca de cómo había ido el trabajo, y subió al dormitorio. Tras una rápida ducha se metió en la cama y trató de dormirse rápidamente con la esperanza de que cuando él entrara en la habitación la encontrara ya dormida y no quisiera despertarla.
Al amanecer ella se levantó, como cada mañana, y al volante de su vehículo se dispuso a desandar la ruta de la tarde anterior. Dos horas más tarde llegó al lugar en el que, entre otras tareas, iba a pronunciar una conferencia sobre la igualdad entre el hombre y la mujer. Un auditorio de amas de casa la esperaba en aquel pueblo, deseosas de que otra mujer, tal vez por ser de capital, tal vez por ser más lista o tal vez por su mayor formación, les indicara cómo recorrer con éxito el árido camino de la igualdad.
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