El sapo Pedro pasa el día nadando plácidamente en las aguas de un río. Puede que sea el caudaloso Ebro, el machadiano Duero, el huidizo Guadiana... Va y viene alegremente, río arriba, río abajo, sin destino fijo ni quehacer determinado. Vive al albur de sus apetencias y cuando le place nada, pero nada en ambos sentidos del término.
Un día se acercó un alacrán a la orilla e hizo gestos al batracio para llamar su atención. Éste, de natural huidizo y cobarde, le respondió sin acercarse. El alacrán le pidió a Pedro el favor de cruzar a la otra orilla sobre su lomo. El sapo dudó y el arácnido hizo gala de sus dotes persuasivas, logrando la aquiescencia del otro al prometerle su ayuda en forma de veneno ante cualquier peligro o amenaza presente o futura. "Será un buen negocio para ambos. Nos ayudaremos mutuamente y no habrá jamás quien pueda vencernos" El sapo se hizo de rogar, más por "postureo" que por desconfianza pero en cuanto creyó que nadie la observaba, dejó de sacar pecho y croar, y aceptó la propuesta.
El alacrán cruzó la mayor parte del río plácidamente recostado sobre la verde tripa y cuando ya casi había finalizado el viaje y sólo un salto ágil le separaba de su destino, clavó su tóxico aguijón en el cuerpo de su socio. Pedro, estupefacto y moribundo, sólo atinó a maldecir "me has traicionado" El bicho Pablo respondió "ay, hijo, qué esperabas. No he tenido elección, está en mi naturaleza" y se alejó moviendo orgulloso su venenosa cola, con la certeza de que había vencido a ese sapo y a cualquier otro que se interpusiera en su camino. Las ranas y los sapos son estúpidos, como todo el mundo sabe, y les pierde la ambición.
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