Encontré a Antonio sentado en el banco de piedra, al cobijo del soportal del viejo edificio. Me detuve ante él unos instantes. Sus ojos claros parecían detenidos en algún lugar desconocido para mí. Le saludé, y al oírme su mirada deshizo el largo camino y salió en mi búsqueda. Se detuvo ante la mía y esa mirada cercana y amigable me sonrió brevemente.
¿Vas a salir a dar un paseo? – le pregunté. Sacudió los hombros, miró al cielo y musitó –
creo que no, puede que llueva- Y su mirada volvió a perderse, esta vez entre
las nubes.
Rara vez Antonio se aventuraba a abandonar la seguridad de
su casa. Unos días por la lluvia, otros por el sol, o acaso por el viento, al
final siempre encontraba un motivo para quedarse. Las centenarias paredes de
piedra eran la muralla protectora tras la cual se sentía a salvo. En algunas de
las ocasiones en que, acompañado por alguien, se había visto obligado a
descender los escasos escalones que separan el edificio de la calle, había llegado
a enfermar.
El miedo puede ser una enfermedad casi mortal y finalmente quienes le rodean han acabado por ceder a sus deseos. Antonio lleva 60 de sus 64 años en aquel lugar, en aquel edificio centenario que ha sido todo en su vida. Patio de juegos, escuela, lugar de oración, salón familiar, centro de trabajo y sobre todo, hogar. Un día lejano, cuando el resto de compañeros habían salido ya para ir a sus casas, Antonio quedó esperando, pero su madre olvidó ir a recogerlo. Se recuerda a si mismo lloroso y temblando de miedo bajo el soportal. Se recuerda solo, mirando a ambos lados de la calle y recuerda también que era un día nublado, con mucho viento. Un día en el que podía llover o salir el sol; un día en que todo podía suceder aunque nada sucedió. Una monja se acercó a él, tomó su manita, secó sus lágrimas y lo llevó adentro. Nadie fue nunca más a recogerlo y allí sigue.
Por las tardes, cuando ha finalizado su turno de tareas –recoger la hojarasca del jardín, revisar bombines y bisagras, acarrear enseres-, Antonio se sienta en el banco de piedra que hay en el soportal del edificio. Rara es la vez en que desciende los escasos escalones que lo llevarían a la calle. Bajo el soportal no se moja si llueve, no pasa calor si lo hace, y los muros de piedra le protegen del viento. No necesita ir a ningún lugar porque son sus ojos los que viajan, es su mirada la que vaga y se aleja y con eso le basta.
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