Desde que existen las redes sociales, nuestra vida es pura
figuración. Desde el lugar que habitamos, los lugares que visitamos, nuestra
propia imagen... todo, todo, lo publicitamos convenientemente maquillado. La cosmética en
nuestra vida diaria guía todos nuestros actos, incluso aplicamos filtros a
nuestra realidad. Filtros que nos permiten simular ser quien no somos y vivir
una vida que en realidad nos es ajena, una vida más cercana a nuestros sueños
que a nuestra realidad.
Llenamos nuestras cuentas de Instagram o Facebook de lugares
y hechos retocados, como si nuestra cotidianeidad estuviera llena de playas,
atardeceres, gatos adorables… Retocamos nuestra imagen antes de mostrarla y lo
que llega a nuestros seguidores es alguien más joven, más bello, más feliz… No
sé si ello obedece a un inocente narcisismo, a una baja autoestima que pide a
gritos el piropo que la recomponga, o a un auténtico egocentrismo.
En todo caso
lo que subyace en el fondo es un concepto frívolo de la vida, sin que este
término deba ser considerado de un modo negativo. La frivolidad ayuda a
superar, muchas veces, una triste realidad, o una dramática existencia. Rara vez se comparten penas, al contrario. No publicamos
nuestro paso por la cola del paro, por la consulta médica, por la discusión
familiar, por la insatisfacción laboral…
Publicitamos muchas risas y pocos llantos,
y está bien que así sea. Simulamos por pura supervivencia.
Nunca hemos mentido tanto como cuando nos preguntan “¿qué
tal estás?” o incluso “¿te molestó lo que dije?” Siempre estamos bien, nada nos perturba o molesta. Nada ni nadie nos duele y somos el colmo de la
comprensión y la aceptación del otro. Odiamos sentirnos débiles, vulnerables, y
maquillamos nuestras emociones, devolviendo al exterior una falsa imagen de “no
pasa nada” para mostrar una fortaleza que en realidad nos es ajena. Y la
fortaleza de los otros retroalimenta la nuestra propia, en un círculo viciado
de emociones tan falsas como irreales.
Incluso los afectos fingen ser lo que no son. O quizás sí.
Rápidamente pasamos del “encantado de
conocerte” al “amigos para siempre”;
del “me caes bien” al “te quiero”.
En un nuevo modo de comunicarnos, el tequiero adquiere nuevos matices y significados lingüísticos. Ese reconocimiento afectivo que en la vida real economizamos, lo prodigamos en la vida virtual porque le dotamos de contenidos nuevos.
En un nuevo modo de comunicarnos, el tequiero adquiere nuevos matices y significados lingüísticos. Ese reconocimiento afectivo que en la vida real economizamos, lo prodigamos en la vida virtual porque le dotamos de contenidos nuevos.
“Te quiero” como expresión de cercanía, simpatía, admiración. “Te quiero” como cierre de una
conversación, como la guinda, el adorno final de un intercambio, de un
comentario, de un retazo de vida.
En la vida real el pudor hace que arrancarnos un “te quiero” sea harto difícil, y es algo
que no regalamos a cualquiera, aunque lo sintamos. A esos amigos que lo son
desde la infancia, a esos compañeros de trabajo que se vuelven fundamentales e
imprescindibles, no les manifestamos sentimiento alguno, aunque lo sintamos
sinceramente. Pero a esa persona que llegó a nuestra vida de improviso y que pasará
por ella de un modo fugaz, siendo sustituida por otras relaciones consecutivas,
le regalamos un “te quiero” con la
misma facilidad con que pestañeamos.
Y nuestras vidas se han llenado de tequieros
como si realmente hubiera tantas personas a nuestro alrededor merecedoras de
ser queridas. Y no me parece mal “querer” tanto, al contrario. Es posible que
estos nuevos modos relacionales nos estén permitiendo una comunicación que
debería ser más frecuente en nuestra vida cotidiana. Tenemos los afectos
amarrados, presos del pudor, de la desconfianza, como si expresarlos nos
hiciera vulnerables. He descubierto que prefiero abusar del tequiero
a quedarme corta.
Aquella mañana, Lucía se sentía especialmente complacida. Había recibido ya 12 “like” en la foto que publicó de la playa en la que pasó esas vacaciones ya olvidadas, tan lejanas. Ahora intentaba retocar con un editor de imagen una foto en la que no se veía mal del todo. Si conseguía eliminar defectos en la piel y dar el brillo deseado a su rostro, quizás se animara a publicarla.
En la foto había cortado el cuerpo, no quería que sus amigas vieran que en realidad no era tan alta ni tan esbelta como ellas. Todos sus conocidos lucían tan atractivos en las fotos que ella se mostraba siempre reticente a mostrar imágenes personales, sabedora de que no había lugar para ella entre gente tan joven y bella.
Las notificaciones del whatsapp simulaban la banda musical de una película cuyo guión narraba una existencia llena de amistades, de alegría, de éxitos. Mensajes llenos de risas, bromas, guiños, picardías, acompañados de fotos de casas maravillosas, mascotas correteando por los jardines, manjares exquisitos, amigos deportistas, amigas seductoras.
En ese mundo de simulaciones compartidas, ella desgranaba sus
“estoy genial”, "no te preocupes", “qué suerte tienes”, “qué rico parece”, “te quiero, bella”, “hasta pronto, cielo”, “jajajajajaja”…
mientras lidiaba con las miserias del día y limpiaba de lágrimas la pantalla.
En realidad es la pura verdad todo lo que dices. ¿Pero eso hacemos todos los que tenemos amistades virtuales? Pienso, aunque sea estar en desacuerdo con usted, que también hay personas que escribimos con el corazón, no con los dedos de la mano. Saludos.
ResponderEliminarSiempre es más sencillo tergiversarnos a nosotros mismos que mostrar nuestra miseria interior. Ser interesantes no hace apetecibles, no serlo nos hace flotar en la desazón. Una suerte que inventaran las redes sociales para ser un poco menos nosotros y un mucho más los demás.
ResponderEliminarUn saludazo.