Él caminaba siempre un par de pasos por delante de ella.
Ella ya había observado esa extraña costumbre en el padre de él, y en otros
varones de su familia. En las fotografías aparecía junto a ella y junto a sus
hijos, pero rara vez asiendo las infantiles manos, o pasando su brazo sobre el
hombro de ella.
Él caminaba siempre un par de pasos por delante, y en su
caminar, no esperaba, no volteaba la cabeza ni se aseguraba de que ellos
seguían allí, tras él. Su esposa, sus
hijos. Caminaba con la vista al frente, como si sólo hubiera un camino, como si
ese camino sólo tuviera espacio para sus propias pisadas.
Y caminando de ese modo, no apreció que sus hijos crecieron,
que se enfrentaron solos a las batallas de la travesía, y vencieron. Que se
hicieron hombres. Solos.
Y caminando de ese modo, no conoció a su mujer, sus cuitas,
sus desdichas. No oyó, abrazándola, el
latido de otro corazón, ni percibió sus deseos, al tomar su mano. No conoció otro mundo, tras el horizonte de
sus ojos ni adivinó los secretos que esconde un suspiro de mujer.
El caminaba solo, y ella también.
Y un día, de repente, se descubrió solo; hacía rato que no
oía los pasos que desde hacía décadas le seguían, silenciosos, arrastrando
sobre la hojarasca unos pies fatigados. Volvió atrás la mirada, y al saberse
solo no supo si ella abandonó, si tomó otro camino o si quizás cayó herida
sobre su propia vida.
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