Félix siempre presumió de tener su bien
más preciado en casa, a buen recaudo. Era proverbial el entusiasmo con el que
se explayaba acerca de algo que sería mejor mantener en secreto, por motivos de
seguridad. Hay asuntos que jamás deben traspasar el íntimo círculo de la
confidencia, un círculo cuanto más estrecho mejor.
Nadie se extrañó cuando, una calurosa noche de agosto, aprovechando la complicidad de la ausencia vacacional, amigos de lo ajeno penetraron en casa de Félix con ánimo de adueñarse del misterioso bien.
Nadie se extrañó cuando, una calurosa noche de agosto, aprovechando la complicidad de la ausencia vacacional, amigos de lo ajeno penetraron en casa de Félix con ánimo de adueñarse del misterioso bien.
Impagable habría sido presenciar in situ
los rostros estupefactos de quienes, al profanar la caja fuerte, sólo hallaron
en ella un estiloso sombrero de mujer, que tenía prendido un delicado broche de
plata.
Ni billetes, ni lingotes, ni documentos
valiosos. Desconocían que Félix guardaba, como oro en paño, la prenda más
preciada de doña Matilde, su madre, mujer que fuera una de las más elegantes y
distinguidas del lugar.
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