No era capaz ya de recordar cuándo fue la primera vez que escuchó "vete" y por más veces que lo escuchara, no dejaba de doler. Oír "vete" significaba poner fecha de caducidad a todo. A sus hijos, a sus recuerdos, a su hogar. Tal vez a su vida. Como un condenado, había aprendido a esperar la clemencia final pero hasta el momento definitivo, uno nunca sabe si va a llegar.
Cientos de veces oyó su sentencia, y con ella el día en que debía alejarse de allí. Por la noche recogía sus cosas, pocas, las imprescindibles. Meter toda una vida en una maleta no siempre es difícil. A veces incluso sobra espacio, hay vidas que ocupan muy poco lugar.
Al levantarse, se arreglaba (en eso también era frugal, hay cosas que apenas tienen arreglo), cogía su maleta y bajaba las escaleras. La crueldad del otro esperaba a que tuviera su trémula mano sobre el pomo de la puerta, antes de soltar un "puedes quedarte..." seguido de cualquier fase que demostrara quién mandaba allí, quién era en el fondo, el bueno, pero no pasaba ni un mes cuando volvía a escuchar "vete".
Siempre pensó que alguna vez un "me voy" debiera haber salido de su boca, incluso lo ensayó, pero no fue capaz. Llegará un momento en que tal vez esas dos palabras fluyan sin darse cuenta, aunque quizás ya no compense pronunciarlas.
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