De repente, una mujer me rescata de un atisbo de melancolía en el que estaba a punto de sucumbir.
- "No dejes que me mate" -, susurra. Está cerca de mí y su débil voz reverbera en la silenciosa estancia.- "No dejes que me mate"Apago la música y me acerco, y al oír mis pasos alza la voz y repite su súplica, cada vez más agitada. Al detenerme ante ella levanta sus ojos y los deposita en los míos y me mira con tanta intensidad que duele. "No dejes que me mate" y su soniquete vacilante de repente emana temor. Se tapa el rostro con sus manos temblorosas para no ver, no oír, no sentir ni sufrir.
Me agacho ante ella y tomo sus manos, sin retirar de mis ojos los suyos, que han quedado en los míos detenidos. Tiene la piel tan fina que temo cuartearla con mis dedos y las acaricio al tiempo que le digo, bajito, "No voy a dejar que te mate" y aprieto un poco sus manos para pasar a través de su piel, mi fuerza. "No dejes que me mate" y mira más allá de mis ojos, a ese lugar irreal en el que habitan sus miedos, sus demonios, esos a los que es incapaz de vencer, perdida como está en un laberinto en el que trata de esconderse.
"No voy a dejar que te mate" repito, y su cuerpo parece relajarse, ese cuerpo que ha cumplido dos veces los años que tengo yo, pero que busca la protección que su mente infantil necesita y yo, dispuesta a matar sus miedos, le digo con mis ojos y mis manos, que soy invencible, y ella, a mi lado, también lo es. Porque juntas, con su inocencia y mi fuerza, somos poderosas. Deja de temblar, retira sus ojos de los míos, suelta mis manos, y enmudece.
Me siento de nuevo junto a la ventana y busco el abrazo del sol.
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