Entre aquellas paredes pintadas de verde vivió silencios, soledad, vacíos. No era verde esperanza el verde de las paredes ni el verde de sus máscara, su bata, sus guantes, su gorro. Era el verde de la bilis, de la hiel, de los hongos. Del dolor. Verde el dolor que se trata gota a gota y negro el miedo que no tiene cura.
En aquella habitación enterró la vida que no pudo ser vivida. Los días que no se viven quedan flotando como cadáveres a la deriva y es preciso enterrarlos, para que no huelan. Para que no duelan. Allí quedaron sepultados un verano hirientemente caluroso, un otoño triste, un invierno largo y frío y una primavera inapreciable.
Julio de 2016... y tantos meses después, alguien se acercó pausadamente y abrió la puerta. El encierro había terminado de repente, tan inesperadamente como comenzó. Se desprendió de su verde ropa y salió al mundo, para descubrir que era un lugar lleno de colores.
No sabía cuánto tiempo iba a durar la libertad, pero decidió que la inspiraría profundamente, para llenar con ella sus pulmones, por si algún día le faltase de nuevo.
Agosto: ni 20 días duró la falsa sensación de libertad.
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