Caminaba con calma por las empedradas calles. Aquella mañana decidió no acudir a la universidad, y emplearla en la biblioteca de la facultad, preparando los exámenes. Desde que comenzó la carrera tenía la impresión de que nada interesante tenían sus profesores que contar, que no estuviera en los libros. Por eso, para su profesores era casi un alumna desconocida, no así para los bibliotecarios. En su vida también era así, prefería el contacto de un libro que la compañía de alguien más.
Caminaba con la carpeta apretada contra su pecho y la cabeza baja, intentando protegerse del frío viento de aquella mañana de febrero.
Le gustaba caminar temprano por las vacías calles del casco antiguo, cuando las voces de miles de estudiantes se hallaban ya recogidas en sus aulas. Sentir que la mañana le pertenecía, y que sólo sus pasos resonaban en el eco de las callejuelas. Al pasar junto a un escaparate se miró de reojo y pensó que su silueta resultaba neutra. Si no fuera por la larga melena rubia, enredada en el viento, sería difícil saber si esa silueta era hombre o mujer. Un abrigo largo, unos vaqueros, botas... Su madre tenía razón, resultaba poco femenina. Pero así era ella.
Las campanas de la catedral comenzaron a anunciar la misa de 9. Bendito sonido, que rompía el silencio. A ella le disgustaba profundamente que cualquier sonido osara perturbar sus meditaciones, pero el tañir de las campanas siempre le había sonado a gloria. Como el susurrar de las olas al depositarse, mansas, en la orilla. O el rugir de las mismas cuando deciden suicidarse contra las rocas, desesperadas. O el viento, cuando dobla las esquinas y levanta la desmayada hojarasca. O la lluvia, cuando aparece de noche y resbala por los cristales de los noctámbulos, enigmática.
Caminaba sumergida en sus divagaciones y de repente sintió que no caminaba sola. Otros pasos la acompañaban, pasos de hombre, pudo interpretar. Los hombres tienen pasos más fuertes, más rotundos. Ella se deslizaba, en comparación con los sonoros pasos de él, que se acercaban.
-Disculpe -oyó a sus espaldas, y antes de girarse, pensó que aquella voz no suponía un riesgo.
-Disculpe -repitió el desconocido.
Ella se giró y vio un hombre de mediana edad, quizás el doble que la de ella. Aspecto cuidado, atractivo y educado por los ademanes que mostraba. Ella es muy intuitiva y es capaz de hacer rápidos juicios sobre las personas sin apenas equivocarse. Por eso, respondió
-Dígame...
El hombre sonrió al saberse aceptado, al notar que ella no recelaba ni huía.
-Llegué anoche a la ciudad, estoy de paso. No conozco aquí a nadie y de repente me he preguntado si aceptaría usted tomarse un café conmigo.
A ella le sorprendió la naturalidad con que aquel hombre la invitaba a tomar un café, pero algo en su interior le decía que no parecía un psicópata que quisiera violarla, trocearlas, y dispersar después sus miembros por la ciudad. La sorpresa no terminaba de disiparse, pero le agradaba. A ella siempre le han gustado las situaciones inusuales, las cosas originales, las personas diferentes y todo aquello estaba ante ella.
-Vale -asintió ella con naturalidad y ahora fue él quien se mostró sorprendido, pero continuó rápidamente, temeroso de que ella cambiara de opinión.
-Elija usted el lugar -ofreció él.
Ella señaló con la cabeza el bar de la acera de enfrente. Bendita casualidad que aquello ocurriera a las puertas de su cafetería favorita. Entraron.
Ella eligió la mesa junto a la ventana, desde la que se divisaba uno de los monumentos más majestuosos del planeta, la Clerecía. Él la ayudó a quitarse el abrigo, retiró la silla para que se sentara y después se quitó también el suyo y depositó ambos en el perchero de la pared. Ella se sintió transportada a otra época. Siempre le ocurría en aquella cafetería, pero en esta ocasión todo se acentuaba. Aquel hombre parecía de otra época y ella estaba disfrutando con ello. Todo aquello estaba transcurriendo en silencio. Sólo se miraban y miraban a su alrededor, disfrutando ambos del ambiente, de la situación.
Una vez que les sirvieron los cafés, él comenzó a hablar. Estaba en la ciudad en viaje de negocios, un viaje rápido. Al parecer, viajaba continuamente, y eso es lo que más le gustaba de su trabajo, máxime cuando el destino era una ciudad única, como aquella. Tras estas breves palabras, le invitó a ella a hablar de si misma y ella percibió algo que nunca había sentido antes, ante unas palabras como aquellas. Ella sabía de sobra que cuando alguien pronuncia "háblame de ti" rara vez hay sinceridad tras esas palabras. Nunca había conocido a nadie que las pronunciara con la sinceridad con que aquel desconocido lo hizo.
No obstante, a ella le costaba hablar de si misma.
-Vivo aquí, estudio Psicología y ahora mismo iba a la biblioteca. Debería estar en clase, pero sólo voy a las clases de ciertos profesores. Los que explican cosas que no están en los libros.
El sonrió, animándola a proseguir. Parecía realmente interesado en lo que ella tuviera que contar.
Bebió café y prosiguió.
-Me gusta venir aquí, a esta cafetería, sentarme junto a la ventana y observar a la gente. A veces disperso mis apuntes sobre esta misma mesa y estudio. Eso, cuando está vacía, claro. Como ahora mismo. Aquí me siento en otro mundo.
-Te entiendo, así me estoy sintiendo yo ahora mismo -respondió él.
Lo cierto es que hablaban poco, de cosas inusuales, y con grandes pausas entre unas frases y otras. El silencio se acomodó entre ellos, pero sin molestar.
Cuando ella lo creyó conveniente, exclamó -Ha llegado el momento de marcharme - e hizo ademán de levantarse.
-¿No me vas a preguntar por qué te he abordado así en mitad de la calle para invitarte a tomar un café?
- Imagino que ha sido un impulso.
-Cierto, un impulso. A esta hora debería estar ya camino de Santander.
Ella le miró y no dijo nada. Sabía que él tenía algo más que decir.
-¡Ven conmigo!
Esperaba cualquier pregunta o afirmación, pero aquella le cogió por sorpresa.
-Ven conmigo ahora mismo. Si lo deseas, mañana te vuelvo a traer. O pasado mañana. O dentro de una semana. O nunca. Cuando tú lo desees.
En un momento todas las posibilidades fueron escrutadas por la emocional, pero analítica también, mente de la joven, quien finalmente respondió -No puedo
-¿No puedo? ¿No quiero? ¿No debo? Quiso saber él.
-No puedo -confirmó ella.
Él sacó una tarjeta de visita del bolsillo de su gabán y se la tendió.
-Estaré aún unas horas en la ciudad. Si cambias de opinión, llámame.
Ella cogió la tarjeta, sabiendo que nunca la iba a utilizar.
El se acercó a ella, y sin dejar de mirarla a los ojos, dirigió su boca a la de la muchacha. Ella esquivó aquel beso, que tanto deseaba, y le ofreció su mejilla.
-No debo -se justificó.
-Eres demasiado joven para tantos <<no puedo>> y <<no debo>> -señaló él, sonriendo. -Gracias por el café.
-Gracias a ti -respondió ella, y se alejó, camino de la biblioteca, con la cabeza hecha un lío.
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