El síndrome del impostor







Aquella niña creció enfrentándose al continuo gesto de decepción en el bello rostro de su madre. Cualquier acción positiva que llevara a cabo era rápidamente ignorada, por un motivo u otro. Los errores, sin embargo, no pasaron desapercibidos jamás, y parecían multiplicarse y crecer. Lo malo siempre suele tener vida propia, ajena a nuestra voluntad. Por eso es tan difícil el olvido.

Hay hijos que no responden a las expectativas de sus padres, y lo peor es que lo saben. Sobre algunas circunstancias no tenemos ningún poder -el físico, el atractivo, la personalidad-, y son las que son. Del resto de cosas que acontecen en la vida, algunas podrían ser distintas, pero ¿tiene nadie el deber de cambiar o de actuar distinto para satisfacer las exigencias ajenas? 

Aquella niña no era la más graciosa, la más guapa o la más cariñosa. No era tampoco la mejor estudiante ni la más alegre. No sabía cantar, tocar el piano, bailar, declamar. No tenía un cuerpo grácil ni ojos azules. 

Creció y la decepción no desapareció de los escrutadores ojos verdes de su madre, que le recriminaba no ser tan elegante ni tan guapa. Que si no se acicalaba, que si debería maquillarse y usar tacones. Que nunca encontraría un príncipe azul, ni tan siquiera parduzco. 

Los padres son culpables a veces por acción y otras por omisión. A veces no es falta de cuidados o afectos; debemos tener cuidado especialmente con las miradas. El desencanto se escapa en ocasiones de una boca muda. 

Aquella niña se siente una impostora, y disimula y oculta cosas de su vida que cree desmerecer. Sus éxitos académicos, profesionales, no son vividos como tales. Incluso en lo personal, se siente desmerecer los halagos y aprecios. Tiene pánico de que en cualquier momento, quienes la rodean la miren del mismo modo que su madre, y se burlen de ella. Alguna noche sueña que los premios que guarda en un cajón se convierten en polvo o que al dar una conferencia, se encontrará ante un auditorio vacío. Incluso a veces, caminando por la calle, interpreta como burla las miradas masculinas.



El Síndrome del Impostor



Este término, acuñado en 1978 por las psicólogas Pauline Clance y Suzanne Imes (Psychother. Theor. Res. 15, 241-247; 1978), se define como la incapacidad de aceptar los logros y el éxito.

Si piensas que eres un fraude, que estás en un puesto que no te mereces o que lo que haces no tiene mérito alguno, lo más probable es que lo padezcas. Este curioso ‘mal’, por lo visto, lo tiene el 70 % de las personas en algún momento de su carrera profesional.

Este "mal" psicológico se ve influido por los estereotipos sexuales, las dinámicas familiares durante la infancia (“mi hermano es más listo que yo”), la propia percepción de la competencia, el éxito y el fracaso y el papel de la mujer en el mundo profesional. Debemos buscar el origen en todos los mensajes que recibimos de la gente que nos rodea y de la sociedad en general, desde pequeños. 

El síndrome del impostor se da en personas con una consolidada carrera de éxito que no terminan de relacionar sus logros con sus capacidades y sus talentos. Puede aparecer en la infancia y la adolescencia, explicando sus calificaciones académicas como una cuestión de buena suerte. Más tarde, como adultos, trasladan la misma forma de pensar, sentir y actuar, a su ejercicio profesional. Y piensan que están sobrevalorados y que algún día alguien descubrirá que no valen gran cosa.

Precisamente, lo que más teme la persona que padece este síndrome, es que salga a la luz su imaginada incompetencia. Y en su lucha por evitar esta situación, hacen esfuerzos considerables y tienden a la sobrededicación, lo que les acarrea unos niveles de estrés elevados por la presión a la que ellos mismos se someten, pérdidas en la calidad de vida personal y familiar, ansiedad, e importantes tendencias a la somatización.

No hay que confundir esta situación con la “falsa modestia. Estas personas se sienten verdaderamente incómodas cuando reciben reconocimiento y valoración de otros por los resultados que ellos mismos han conseguido. Realmente se sienten mal porque son incapaces de internalizar sus éxitos. Y aunque son personas inteligentes, con buena formación y demostrada capacidad, dudan de si mismas, sienten inseguridad y vergüenza.

Para ellos, el reconocimiento de su éxito les convierte en impostores de un fraude, del que no comprenden como han entrado y del que sienten terror que alguien pueda desmontar. Por esto pueden perder oportunidades y no asumir riesgos en sus trabajos por pensar que no darán la talla. Incluso pueden llegar a sabotearse.

Esto no solo tiene ocurre en el ámbito profesional, también se da en el afectivo, y en este caso, las personas no comprenden porqué razón son queridas, amadas o deseadas. 


Lagartija
Lagartija

Políticamente incorrecta. Lic. en Filosofía y CC. de la Educación. Profesora. Psicóloga. También escribo en infohispania.es

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