Todos somos personajes de cuento



No hay que menospreciar los cuentos. Los cuentos en realidad no son ficción, son realidades camufladas. Historias reales cuyo autor no se atrevió a desvelar en su crudeza y las disfrazó de fantasía. Tras un cuento hay tal cantidad de dolor que es preciso digerirlo añadiéndole elementos que permitan asumirlo sin romperse. Los cuentos se visten de hadas, tules, duendes, lunas, lagos… para ocultar la miseria, la tristeza, las lágrimas, la violencia, el desengaño.

Los cuentos se basan en hechos reales, en circunstancias cotidianas fácilmente reconocibles, en el sufrimiento atemporal. Si miramos a nuestro alrededor podremos descubrir patitos feos, sastrecillos valientes, flautistas de Hamelin, madrastras de Blancanieves, niños Hánsel y Gretel, brujas, ogros, Cenicientas.

Ay, de esos sastrecillos valientes que se atreven a defender la verdad en un mundo hipócrita, se verán al final convertidos en ratoncillos de Hamelin si desean subsistir, aunque su supervivencia consista en abandonar su individualidad para disolverse en la masa. Nuestra sociedad califica la valentía de locura y al loco se le destierra a los confines del ninguneo, del que sólo saldrá si pone su valentía al servicio de algún salvapatrias o de algún fin moralmente inaceptable para su propia conciencia pero no para la conciencia colectiva.

Esas madrastras de blancanieves, hombres y mujeres, que sólo encuentran alivio al veneno que les corre por las venas envenenando al prójimo, extendiendo de ese modo su maldad. Cada vez son más, e ignoro el porqué, quizás porque su veneno tiene sustancias adictivas y su imagen es tan atractiva que miles de personas las siguen, ofreciéndose voluntarias para probar esa pócima.

En todas las familias hay una cenicienta malvestida, descuidada. Una mujer que ha envejecido a distinto ritmo que las demás mujeres de su familia. Una mujer que cuida de todos para que todos vivan, descuidándose a si misma. Una mujer en cuya casa se reúne la gente para celebrar aniversarios y fiestas y mientras todos brindan en el engalanado comedor que le llevó horas preparar, ella vigila el asado en la cocina, con su delantal sobre ropa vieja.

Las cuñadas en el salón, princesas de cuento, que se han pasado el día acicalándose, no reparan en el aspecto de cenicienta, en su coleta, sus uñas sin pintar, sus ojeras, su ausencia de sonrisa… nadie repara porque cenicienta es parte del paisaje. No es personaje ni protagonista de nada. Ella ni siquiera aparece en las instantáneas familiares, es la ausente en los álbumes fotográficos, llenos de cumpleaños, bautizos y navidades. Ella, que se sintió siempre fuera de lugar, se ofrecía voluntaria para disparar el objetivo. Disparó cientos de fotos para no aparecer en ellas. Algún día, cuando alguien repase esas fotografías, quizás descubra el pequeño detalle de una ausencia.

En un mundo que sólo valora las luces y el ruido, el silencio y la sombra no son más que pura anécdota. Y mientras otros viven, cenicienta sueña, porque los sueños son lo único que tiene. Sueña con príncipes, sabiendo que no existen y sueña con lugares bonitos, que ella no conoce ni conocerá. Sueña con bailes que nunca bailará, con verse hermosa, a sabiendas de que nunca lo será. Sueña con alguien que la rescate y es posible que ese sueño sea su perdición si algún día un sapo vestido de príncipe intenta besarla y ella, ingenua soñadora, se lo permite.

Todos podemos reconocernos en un cuento. Nuestra vida, nuestra personalidad, están plasmados en las páginas de un tomo viejo y polvoriento, en una estantería olvidada. Allí, al fondo, guardados, estamos. Sólo tenemos que abrir el libro y leer. Leernos.
Lagartija
Lagartija

Políticamente incorrecta. Lic. en Filosofía y CC. de la Educación. Profesora. Psicóloga. También escribo en infohispania.es

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