El último beso

A veces es necesario morir para que te lluevan los afectos. Afectos de palabra, o de corazón.  A veces, cuando uno muere le regalan besos, abrazos, lágrimas, que serán su equipaje, cuando desnudo, finalmente se marche y no se sabe a ciencia cierta si esos besos son para el difunto o para el vivo, que se besa a si mismo, consolándose..

Hay difuntos enterrados bajo todas las flores del planeta, con una mortaja de amor, de tanto amor, que posiblemente le dure toda la eternidad. Hay otros que se van sin despedirse y sin ser despedidos y, desnudos y vacíos, atraviesan las brumas. Hay muertes tan silenciosas que parecen más oscuras aún de lo que son. Que nadie muera sin ser besado, abrazado, despedido, acompañado.  Al menos un beso para quien no podrá recibir ya más besos.

Eduardo empezó a irse dos horas antes de irse. Con los ojos cerrados y la blanca habitación de hospital en silencio, el bip bip del monitor empezó su lenta y agónica letanía... La marcha atrás de esos dígitos acercándose al cero, alejaban a Eduardo de su mujer y sus hijos, cuyas miradas fijas en la pared eran incapaces de mirarle a él, postrado ante ellos. Las constantes cada vez más débiles, los números más pequeños, el sonido del monitor más alto, alertando a todos. Alguien entró, al cabo de un rato, a apagar el monitor. La familia salió de la estancia y allá quedó Eduardo, esperando unos besos que no llegaron, un adiós que nadie pronunció. Caricias aleteando en el aire, sin saber dónde posarse.

Nadie debería irse sin ser despedido, besado, acariciado, pensaba yo, mientras en silencio miraba su rostro sin vida y le enviaba un beso invisible y un adiós inaudible.




Lagartija
Lagartija

Políticamente incorrecta. Lic. en Filosofía y CC. de la Educación. Profesora. Psicóloga. También escribo en infohispania.es

2 comentarios:

  1. A falta de haber sido premiado con una fe que me asegure que mis virtudes son merecedoras de un premio de inenarrable magnitud, quiero pensar, querida Lagartija, que la muerte tiene un punto de voluntariedad, de aceptación, de tira y afloja con La Parca. Quiero pensar que la vida, alegre y gratificante durante tanto tiempo, llega el momento en que se torna insufrible y que es tu cuerpo el que exige el tránsito, el que decide partir hacia la nada.
    Llegar a una edad tan considerable como la que yo tengo me ha obligado a sufrir la muerte muy de cerca. He sido testigo del fallecimiento de mi padre y de mi madre y, a riesgo de quedar como políticamente incorrecto o insensible, de dos de mis perros.
    No les faltaron los besos ni los abrazos que mencionas, especialmente a mi padre, que también tuvo los de mi madre, pero mis progenitores murieron como perros, porque tuvieron que apurar hasta la última gota el cáliz de una larga y penosa enfermedad, hasta el extremo de que, para mi impotencia y desesperación, su postración, dolor y falta de perspectiva vital, les obligó a pedir la muerte reiterada y sentidamente.
    Por el contrario y afortunadamente para ellos, mis perros murieron como santos, porque contaron llegada su hora con un dios plenipotenciario y benefactor que no permitiría que vivieran ni un segundo de ese controvertido periodo en el que el sufrimiento y el deseo de partir, superara la alegría que les produjera vivir junto a ese ser supremo, que era yo.
    Nunca comprenderé un mundo en que los seres humanos mueren como perros y de perros que mueren como humanos.
    Ya lo sé Lagartija, estoy hablando entre líneas de la eutanasia y ese es un asunto que se sale del ámbito de tu escrito. Sin embargo, te invito a considerar que, si prescindimos de principios confesionales, que soy incapaz de contemplar, existen dos aspectos que la hacen inviables: la avaricia de los hombres, que haría de ella un uso ilegítimo, y la desconfianza que nos hace sentir un aparto judicial que sería incapaz de administrar la eutanasia tal como la han disfrutado mis perros.

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  2. Muy bonito y muy bien expresado. Conmovedor. Felicidades

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